Migraciones escolares y enseñanza desprogramada: de la anormalidad a las paradojas

En pocos espacios académicos se vive tan cotidianamente la utopía educativa como en la educación superior. Más allá de las formas y los medios, de los estilos y las competencias, la práctica educativa de estudiantes y maestros se desarrolla comúnmente en medio de sólidas certezas, de consolidados modelos y consagrados contextos. Mucho de ello podía ser constatado en el día a día dentro de las instituciones de educación superior.

Sin embargo, abruptamente las condiciones cambiaron. La crisis sanitaria condicionó la modalidad educativa, pero no los rituales que le caracterizan. Un gran esfuerzo tuvo que ser desplegado, no tanto en el uso eficiente de viejos y nuevos artefactos tecnológicos, como de aquel que se invirtió –e invierte- en el logro de una “migración de terciopelo”. Consciente o inconscientemente, el complejo aparato educativo fue trasladado íntegramente a las plataformas virtuales y en línea. Pero no todo fue fácil. La resiliencia mostró su lado más ominoso: la resistencia al cambio. Maestros, estudiantes y directivos acordaron tácitamente mantener incólumes sus nichos de confort intelectual, sus cotos de autoridad cognitiva, incluso sus territorios de interacción conductual y emocional. En algunas universidades en México, la rectoría dispuso que fueran los maestros quienes se pusieran de acuerdo con sus estudiantes en cómo, dónde y cuándo debían concretarse los procesos de enseñanza y aprendizaje. Únicamente se adjudicaron el derecho a decidir el porqué.

Invocando la presencia de renovados fetiches -antes conceptuales, ahora tecnológicos-, maestros y estudiantes se dieron a la tarea de cimentar lo que a la larga serán los nuevos ecosistemas educativos, redefiniendo conceptos y conceptualizando definiciones. Lo inédito de estos escenarios les permite llamar innovación a la improvisación y práctica educativa a lo que se hace a través de una plataforma virtual, acotada por su propia interfaz.

En busca del Vellocino de Oro, nuevos argonautas –ahora virtuales y en línea- emprendieron la eterna búsqueda de aquello que se asume culturalmente virtuoso: la educación integral. Sosteniendo la falsa premisa de que antes del caos, “lo que se hacía era lo correcto”, la percepción intelectual, incluso la axiológica, no deja de mirar atrás. Se admite sin titubear, como un deber de maestros y estudiantes, el propósito de salvaguardar lo que era útil, atesorándolo como un bien preciado.

Lo que ahora está en juego en la educación superior es la credibilidad de las instituciones educativas. Ganar la aceptación de la conciencia social es la mejor garantía de un futuro atrayente. Mostrar al mundo que se posee una excelente propuesta educativa es todavía el objetivo rector de los nuevos tiempos; únicamente que ahora no se sustenta en la calidad de sus maestros, sus sistemas o programas académicos, sino en el capital tecnológico que pueda acumular. Nada parece importar después de eso. Que los maestros utilicen apenas el 30% del potencial de uso de sus ordenadores o el 40% de los atributos disponibles en las aplicaciones o programas en línea, pasa a segundo término.

Paradójicamente, cuando se tenía la certeza de que los jóvenes estudiantes, en su carácter de nativos digitales, sabían manejar con solvencia los ambientes virtuales, así como múltiples aplicaciones en línea, la realidad mostró su verdadera cara: la mayoría no sabe hacerlo, pocos poseen la conectividad necesaria para mantenerse en línea, solo unos cuantos poseen computadoras o móviles con la capacidad para completar con éxito sus tareas académicas. Aunado a ello, ni maestros ni estudiantes estaban -¿o están?- preparados para la migración masiva a las plataformas digitales. Para exacerbar todo, los coordinadores académicos buscan con inusitado afán nuevos espacios de protagonismo, al verse mermada su figura como eje central del proceso administrativo. Maestros, estudiantes y sus tecnologías parecen acaparar todo el tablado escénico. Como se observa, incluso la incertidumbre debe ser revalorada.

Embebidos en una especie de esquizofrenia digital, ya se vislumbran casos de “intoxicación tecnológica” en maestros y estudiantes. La depresión y la apatía se robustecen en el ánimo de los protagonistas. Pero de ello no se quiere hablar. No hay espacio para lo humano entre tanta virtualidad. De un momento a otro lo humano se volvió vulgar.

Como un primer cierre es posible afirmar que, para quienes se dedican a la educación como actividad profesional, las polarizaciones no suelen ser recomendadas. Ni el optimismo desacerbado, ni el pesimismo ordinario, pueden aportar algo valioso a estos contextos problemáticos. En calidad de vigilantes reflexivos, de gestores sociales comprometidos con el devenir histórico de las sociedades, necesitamos entender -para luego hacernos entender-, que la educación, como la vida misma, encontrará siempre el camino para expresarse. Pero no se puede dejar que el azar se apodere de los espacios educativos; la confianza es buena, únicamente en dosis controladas. El verdadero maestro sabe cuál es su función, y sobre todo, sabe cómo debe desempeñarla. Ello pondrá a prueba a los “claustros académicos”, que desde ahora dejarán de serlo. Una nueva organización escolar debe dar paso a nuevos contratos sociales, a la construcción de una narrativa centrada en el individuo, en su capacidad de gestionar y negociar saberes, en el autocontrol de las emociones y en la motivación, que hoy más que nunca debe gestarse dentro del sujeto. Un viejo aforismo educativo reza: un estudiante que no quiere aprender…no aprende.

Estamos ante el proemio de lo que será la otra civilización, aquella que se acuñó rememorando los viejos mitos razonados y las utopías sin razón de lo educativo. En un sentido kuhniano, discrepancias que a manera de perturbaciones nacen como distopías disfrazadas de positividad, donde el culto a lo virtual y lo no presencial rompe con la más genuina condición humana. Cuando la humanidad no sabe a dónde va, es seguro que termine en cualquier parte.

Como dijera Immanuel Kant, la inteligencia del individuo se mide por la cantidad de incertidumbre que es capaz de soportar. Los maestros, una vez más, estamos sujetos a prueba. Una vez más deberemos, parafraseando con Bourdieu, reunir lo que vulgarmente se separa y distinguir lo que vulgarmente se confunde.

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